Heraldos del Evangelio: Un carisma para mostrar el esplendor de la persona de Cristo a un mundo secularizado

S.S. Juan Pablo II: «se necesitan Heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy y que, al mismo tiempo, sean contemplativos de Dios»

(Discurso al Simposio del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa: «La Secularización y evangelización hoy en Europa«, nº 1 13 – 11/10/1985).

I

Educación y discipulado de Nuestro Señor Jesucristo en los Heraldos del Evangelio

La educación para el discipulado del Señor y la formación permanente en los Heraldos del Evangelio están orientada, es claro, por su carisma específico. Este último, como todo don del espíritu tiene algo de inefable y difícil de traducir en el lenguaje humano. De él presentamos, pues, aquí algunos trazos esenciales que permitan formarse un juicio adecuado de la peculiaridad de la formación y del testimonio de un heraldo en el mundo de hoy

Trazos esenciales de un carisma

La razón natural, como se deduce de lo afirmado por el capitulo 13 del libro de la Sabiduría y lo apunta igualmente San Pablo a los romanos, podría haber llevado a los pueblos paganos, incluso sin conocer la Revelación, a elevarse al Dios invisible, a través de las criaturas visibles (Cfr. Romanos 1, 19-20).

Ya el don sobrenatural de la fe y la luz de la sabiduría pueden iluminar, de un modo peculiar, la percepción racional que podamos tener del simbolismo de los seres creados, permitiendo discernir la íntima relación existente entre las realidades materiales y visibles y las realidades espirituales e invisibles y de éstas con Dios, Autor y Modelo Absoluto de todas las perfecciones creadas.

Por su carisma, los Heraldos del Evangelio son especialmente abiertos a la contemplación, a la luz de la Fe y de la sabiduría, de Dios en cuanto reflejado en la escala jerárquica de perfecciones de los seres creados.

Sí, porque la Creación no es un caos sin nexo, ni sentido; sino un Cosmos armónico nacido de la Inteligencia y Misericordia divinas.

En efecto, el bien, la verdad y la belleza que existen en cada criatura, no se cierran definitivamente en sí mismos, sino que nos remiten hacia realidades más altas: simbolizan valores morales los cuales, en último análisis, nos dan (cada uno), algún vislumbre de la perfección divina. Pero, a su vez, la inconmensurable variedad de los seres creados se encuentran, unos en relación a otros, dispuestos dentro de una sapientísima ordenación, de modo que el conjunto jerárquico de todas las criaturas es un maravilloso espejo en que puede ser entrevisto, por analogía, el propio Creador.

Tal presencia analógica de Dios discernible en toda la escala de los seres, desde los más altos hasta los mínimos, constituye para el heraldo lo que podría llamarse la sacralidad de este admirable Orden Universal.

Sacralidad, transformación interior y encuentro personal con Cristo, por María y en la Iglesia

Dicha contemplación analógica de Dios a través de las criaturas no se presenta entonces para el heraldo como algo meramente especulativo. Se conocen las perfecciones de Dios reflejadas en el Orden del Universo para amarlas. Se las ama para dejarse modelar por ellas, de modo tal que su sacralidad impregne e informe desde lo más íntimo de la personalidad hasta sus más variadas manifestaciones exteriores.

Es decir, el alma ve la sacralidad en todas las cosas, y si la ama desinteresada y enteramente, la hace suya; la introduce completamente dentro de sí. A medida que se van considerado todas las cosas en su bondad, verdad y belleza y en su nexo con un orden de realidades morales más altas y con Dios, el espíritu se encanta y complace. Comprende mejor, ama y adora la trascendencia divina; de perfección en perfección sube hasta la Suprema Perfección. Y la exclamación de admiración que surge en el interior del alma es el resultado del reflejo de esa sacralidad que la va modelando. Este reflejo plenamente aceptado, amado y asimilado es para el alma la santidad. En la perspectiva de este carisma, la santidad es considerada así como el estado de perfección del alma que llegó colocar la sacralidad en todo: «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial». (Mt 5,48). El santo, no es visto tan sólo como el hombre que hizo bien todas las cosas, sino aquel que las hizo bien, por amor de Dios; es decir, por esta suprema razón sacral que da a todos las seres su sentido.

Este es el modo como el heraldo se siente particularmente llamado a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a si mismo, por amor de Dios.

Esta contemplación y búsqueda de la sacralidad del Orden del Universo encuentra su atracción máxima en Aquel que es, a la vez, síntesis inefable y matriz suprema de todo ese Orden: Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero, a través de cuya alma humana contemplamos su Persona Divina. En Él, esta búsqueda encuentra su punto de reposo y de expansión; pues En Cristo nos encontramos por fin con la propia «imagen de Dios invisible» (Col. I, 15).

Este encuentro, se realiza en plenitud en la Santa Madre Iglesia, donde Nuestro Señor Jesucristo se nos muestra por entero desde la mirada de María, Su Madre y Su discípula perfecta y sin mancha. Con María, el heraldo ve a Jesús presente allí, de algún modo en todo: en el Papa, en el sagrada Jerarquía, en su Magisterio; en las páginas del Evangelio, en la doctrina y en el espíritu católicos; en la misma historia de este peregrinar terreno del pueblo de Dios y de las diversas ordenes y congregaciones religiosas. Pero, sobre todo, de un modo especialísimo, en el misterio de amor y de unidad de la Eucaristía, en la cual se cumple a cabalidad la promesa del Señor de permanecer con nosotros hasta la consumación de los siglos.

Las manifestaciones externas y el apostolado

Esta búsqueda admirativa del esplendor y de la sacralidad del orden que converge en la Persona de Cristo, va modelando así paulatinamente el modo de pensar, de sentir y actuar del heraldo, en fin, su modo de ser. Ella se traduce, con el tiempo, en el ambiente peculiar de las casas de estudio, oración y vida comunitaria, en los usos y costumbres.

Se trata de hacer todas las cosas con perfección, belleza y armonía, más por entusiasmo y por connaturalidad que por obligación. El amor a Dios y la unión Cristo alimentada en la vida de piedad, la frecuencia de los sacramentos y el hábito adquirido, transformarán este operar en una segunda naturaleza. Y esto hasta en las menores cosas de la vida cotidiana.

En la medida en que haya fidelidad a este operar transformante de la gracia, ello tenderá a traducirse en un tipo humano afirmativo que, si bien es cierto, no teme manifestar claramente su identidad religiosa, es a la vez muy abierto en su trato elevado y cordial; porque busca y ama el reflejo de Dios, también en el prójimo, sin distinción de personas.

Al soplo de este carisma que el Espíritu les ha regalado – (y cuan gratuitamente! – los heraldos se acercan a los hombres y mujeres del mundo de hoy, tantas veces atribulados, desconcertados, carentes de afecto e inmersos Aen la dictadura de relativismo«. Les ofrecen entonces esta particular síntesis entre Fe, Cultura y Vida. Se sirven para ello de la pulcritud de los símbolos, del canto, de la música, del ceremonial o del arte de conversar y de la cultura en general. Es un modo de elevar los espíritus y manifestar el encanto inefable y la sublimidad de los valores universales y perennes de la Religión Católica y de la Persona misericordiosa de Cristo, evangelizando a los más diferentes ambientes de la sociedad secularizada de nuestros días.

II

El mundo en que se debe dar el testimonio: secularización de la cultura y de la vida

Para cumplir adecuadamente esta misión el heraldo es formado también de modo a conocer a fondo la realidad en que le corresponderá dar su testimonio de discípulo.

El mundo moderno llegó al siglo XX, aún en lucha contra los desequilibrios e injusticias sociales, muchas veces dramáticas, que vinieron en la estela de los notables desarrollos de la Revolución industrial capitalista. Ese mismo mundo saludaba también, lleno de optimismo, las expectativas de un bienestar material cada vez mayor, consecuencia, a su vez de un progreso científico y tecnológico fascinantes, cuyas posibilidades de ascensión se figuraban sin término. Tales expectativas encontraron un expresión paradigmática en la euforia festiva con que se acogió, mundialmente, la célebre exposición industrial de Paris en 1900.

Con la apoteosis del racionalismo y el positivismo científico, la promesa de felicidad terrena y el gradual exilio de la Fe

Era la apoteosis del racionalismo y del positivismo científico en la civilización contemporánea; los cuales, en alas del prestigio aportado por los descubrimientos y adelantos que se sucedían, acabarían por marcar con su predominio el saber del siglo XX. Se asistió entonces a un aumento y complejidad cada vez mayor de las especializaciones y una creciente dispersión de disciplinas. Ello traería consigo, es verdad, una acumulación nunca vista en el acervo de conocimientos de la humanidad. Las gentes de nuestra época quedaron entre fascinadas y desbordadas por la multiplicidad de hipótesis, experiencias y constataciones en los más diversos ámbitos científicos y por la infinidad de transposiciones que éstas iban teniendo a los más variados campos de la técnica. Fuimos sumergidos en el caudal de informaciones siempre en aumento y pasó ser cada vez más difícil formarse visiones de síntesis – universales y arquitectónicas – ante los grandes problemas permanentes del hombre y de la vida. Se irá debilitando así en el hombre contemporáneo, la capacidad de constituir certezas que fuesen más allá de lo estrictamente material, experimental y palpable. La cultura tenderá a permanecer circunscrita dentro de límites cartesianos y positivistas, pasando a tener un desarrollo profundamente unilateral, comparable al de un pájaro al cual sólo le creciese una ala, quedando la otra atrofiada.

Como podrían los hombres y mujeres de hoy, en esas condiciones volar con pleno vigor y verdadera libertad en los firmamentos del pensamiento, de la vida y de la civilización? Se asumió el riesgo de ir atrofiando en el operar del espíritu humano, por desuso, la capacidad natural de acceder al plano más alto y trascendente de lo impalpable y de lo simbólico; de lo metafísico, lo invisible y lo espiritual. El dinamismo de la cultura dominante, fácilmente, podría sofocar en las almas el sentido de la admiración y del misterio, la capacidad de intuición, las indispensables facultades de la contemplación, en fin; las cuales, como bien lo enseña el Concilio Vaticano II, abren el camino para la sabiduría (Cfr. Gaudium Spes n. 56).

Un corolario de esta inmensa transformación cultural fue que, principalmente a partir de las sociedades más modernizadas, se difundiría una consecuente idea de felicidad humana toda ella volcada también hacia lo físicamente palpable y terreno.

Era una idea de felicidad que, en la práctica, iba relegando a un plano cada vez más secundario toda especie de bienes del espíritu, más sutiles y elevados aunque menos ponderables que los del cuerpo, pero más capaces de satisfacer en profundidad las necesidades del alma. Esta vertiente predominante en la civilización contemporánea pasó a proyectar la impresión de que la única felicidad existente – o, por lo menos, lo única que importa – es la felicidad material. Se trataba entonces, primordialmente, de planificarla y organizarla, pues asegurada ella, -sobretodo obtenida por la medicina algún día la longevidad, de modo a borrar de nuestras existencias la imagen de la muerte… – habríamos alcanzado de esta vida todo lo que ella puede dar. En el extremo de esta tendencia, un considerable número ya proclamaba llegado el momento – (cuan ilusorio! – de una especie de redención del hombre por la ciencia y por la técnica…

No es difícil comprender cuanto esto podía minar a fondo no sólo las relaciones de los hombres entre sí, sino las relaciones de los hombres con Dios.

En la medida que las gentes fueron siendo impregnadas por ese naturalismo positivista y fascinadas por la consiguiente idea de felicidad terrena, se volverían gradualmente insensibles a la bondad y belleza de la ley moral; cuya práctica tolerarán, inicialmente, como un deber penoso, cuando no como un fardo necesario para el buen funcionamiento de la máquina social productora del progreso material. Tal fardo acabará por hacerse cada vez más pesado de soportar y, con el tiempo, habrá de ser poco a poco abandonado…

A medida que avanzaba el siglo XX, se iban exiliando del universo cultural los bienes de alma, las realidades simbólicas y metafísicas, los valores impalpables del espíritu. Se abría una fosa cultural entre la vida y la Fe. La búsqueda de los bienes sublimes y maravillosos de la Religión estaba siendo socavada por la base. Estos últimos tenderían a asumir un aspecto cada vez más distante, opaco y tedioso, sin nexo vivo con lo que había de más dinámico en la cultura y la existencia humanas de la época. Se les dará a lo sumo una atención empolvada de aburrimiento y de rutina, más por la fuerza de inercia de hábitos mentales muy arraigados, que por un noble impulso del alma, sustentado en una tradición enteramente viva, de quien desea elevarse por encima de su propia naturaleza en busca de la íntima unión con Dios.

Un mundo que gime y sufre y espera la manifestación de los hijos de Dios…

( Redemtor Hominis, Cap. II, 7)

Más allá, pues, de los prodigiosos avances del progreso en ciertos ámbitos de la ciencia y la técnica de nuestra época, puede decirse que hoy el mundo entero gime, a manera del hijo pródigo de la parábola evangélica, lejos del hogar paterno y espera por algo diferente. No es posible dejar de notar que se va apoderando de vastos sectores de la opinión pública mundial de nuestros días un hondo, un inmenso, un indescriptible malestar. Es un malestar muchas veces inconsciente, que se presenta vago e indefinido incluso cuando es conciente; pero cuya existencia nadie con un mínimo de lucidez y sentido de las realidades osaría negar. Es uno de esos malestares que hacen presentir el fin de una época o la llegada de uno de los grandes tournent de la histoire.

En la encíclica con la cual abrió su histórico pontificado, Su Santidad Juan Pablo II ya nos advertía: «El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre ¿ no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente,¿)no es al mismo tiempo que «gime y sufre»(Rom 8, 22) y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»? ( Rom 8, 19) ( Redemtor Hominis, Cap. II, n. 7).

Realmente, en medio de la civilización material más fastuosa y técnicamente desarrollada de que se tenga memoria, podría decirse que hoy en día la humanidad entera sufre de cierto modo violencia. Hace mucho ha ido siendo puesta en una forma que no conviene a su naturaleza y todas sus fibras sanas de algún modo se contuercen y resisten. Hay unas ansias inmensas por otra cosa, que aún no se sabe cual es.

El llamado del Concilio a abrir espacios para la contemplación y a la admiración que llevan a la Sabiduría

El Concilio Vaticano II ya se preocupaba, hacen más de treinta años, en abrir espacios para la dimensión superior del ser humano en una civilización en la cual iban predominando cada vez más los aspectos meramente científico-tecnológicos y nos advertía: «la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.»

Para la Magna Asamblea no se trataba por cierto de un problema menor y advertía con acentos proféticos: «Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría.» (GS, 15).

Los Padres conciliares se preguntaban incluso como (dentro de la creciente dispersión de disciplinas, del aumento prodigioso de las especializaciones y del dinamismo predominante de la cultura contemporánea) «conservar en los hombres las facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría «(GS, 56). Señalaban que Ahay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas»(GS, 57); e insistían «a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.»(GS, 59).

III

La experiencia

Estas luminosas advertencias fueron lamentablemente desoídas. Las paradojas o antinomias de nuestra época sólo se han agudizado.

Sondeando el corazón del hombre de hoy a la luz de un carisma

No es extraño, pues, que aumenten los hombres y mujeres de hoy que sienten en la civilización que los rodea una carencia de principios e ideales trascendentes, una ausencia de esa sabiduría capaz de saciar las necesidades más recónditas de sus almas.

Reciben ellos a diario el choque de las aristas cada vez más ásperas, metálicas e inexorables, de un mundo que tiende a moldearse a imagen y semejanza de las máquinas que muchas veces idolatra. Sienten su espíritu confinado dentro de los límites del racionalismo positivista y de la lógica tecnocrática. Están hartos de soportar el peso de ese naturalismo insidiosamente ateo, del prosaísmo materialista y de la vulgaridad dominantes en tantos ambientes de nuestros días. Se encuentran saturados de una vida gris y pequeña, sin altos valores, ni rumbos definidos, ni grandes horizontes. Experimentan, desde hace mucho, la necesidad de dar una razón de ser mayor a su existencia. Han sido inducidos a excitar y aturdir al mismo tiempo su espíritu en la agitación general y en la renuncia a cualquier certeza, para soportar la aceleración de unos cambios que parecen derrumbar a su paso todos los antiguos puntos de referencias y para seguir unos ritmos de vida cada vez menos humanos, cuando no brutalizantes.

Es difícil encontrar quien no sienta, subconsciente pero efectivamente, el malestar de fondo que produce la nivelación despersonalizante de todas las jerarquías legítimas y la confusión de ideas, valores y conductas que tienden a invadirlo todo. No es sin consecuencias que se vive en un mundo donde el Absoluto va siendo exiliado, la ley moral se va evaporando y tanto la dignidad como el decoro de la vida van siendo abolidos; mientras caen, una a una, las barreras que separaban la verdad y el error, la virtud y el pecado, lo hermoso y lo horrendo.

Quien puede contar los hombres y mujeres que hoy se sienten solos e inseguros, en medio de las multitudes anónimas y masificadas de nuestras grandes ciudades? ¿Cuántos son los que experimentan una sensación de pequeñez, de vulnerabilidad, de desorientación? ¿Cuántos los que en el naufragio de las antiguas certezas, se agarran a fragmentos de verdades que permanecieron flotando en sus espíritus? ¿O los que se apoyan sicológica y afectivamente en restos periclitantes de una vida familiar que un día fuera parte orgánica de un tejido social rico, variado y consistente, mas cuyo hilado histórico los ritmos y los usos contemporáneos van deshaciendo?

Los adelantos notables que les ofrece en cambio esta sociedad poluida, física y moralmente, no pueden satisfacer todas las dimensiones más profundas y negadas de su ser. Las cintilaciones del progreso acabaron así por parecer para muchos engañosas; sus gozos, precarios y hasta, muchas veces, preñados de amenazas. La idea de que el bienestar material, por las manos de la tecno-ciencia, traería la única forma de felicidad posible en esta tierra se desvaneció en las soledades, preocupaciones, dramas y aflicciones que nos cercan virtualmente de todos los lados.

El Heraldo del Evangelio es llamado, por vocación, a conocer a fondo el corazón del hombre de hoy y a ser al mismo tiempo un contemplativo de Dios. Deberá, por eso mismo, empeñarse entero en encontrar a la luz de la fe y de la sabiduría y con el auxilio de la gracia, el camino evangelizador que, en medio de las brumas actuales, llegue en profundidad a las almas y las mueva.

Sabrá así discernir por detrás de las apariencias, las verdaderas realidades latentes. Comprenderá que la naturaleza contrariada profundamente durante mucho tiempo terminará por volver por sus fueros y exigir satisfacción: chassez le naturel et il reviendra au galop… Y no tendrá dificultad en percibir que en las honduras sicológicas y espirituales de incontables hombres y mujeres de hoy, desde hace mucho, hay algo que clama en sentido contrario al secularismo materialista que los envuelve.

El profundo deseo de felicidad insatisfecho y dolorosamente contundido

Las gentes de nuestros días, tantas veces desilusionadas, aisladas en su desconciertos, apáticas y carentes de afecto, precisan dramáticamente razones para vivir. La decepción con la idea del progreso material indefinido va lanzando a incontables almas hacia la pendiente de la desesperanza. Talvez por ello comience a resultar más fácil hoy día, escuchar las armonías pacificantes de aquellas verdades olvidadas sobre lo que sea verdadera felicidad.

Cuando se considera toda la sed de felicidad que existe en el fondo del alma humana, y que encontramos en cada uno de nosotros, constatamos que es una sed de felicidad total, perpetua, absoluta, que se desea sin ninguna sombra y sin posibilidad terminar jamás. Más aún, al considerar ese inagotable deseo de felicidad, fácilmente notamos que se trata mucho más de un deseo de nuestro espíritu que de nuestro cuerpo. Es un anhelo inmensamente mayor que todos los placeres, agrados y bienestares corporales que se puedan querer, es un anhelo de felicidad que tiende a abarcar toda la dimensión de nuestro espíritu abierto hacia lo inconmensurable…

He aquí una de esas grandes verdades primeras, elementales, que ciertos aspectos de la civilización contemporánea han buscado explícita o implícitamente negar.

Sube del fondo de las almas una poderosa nostalgia de bien, bondad y belleza

Por eso mismo, no es extraño que hoy constatemos como de la profundidad innumerables almas, surge una poderosa nostalgia de bondad, de verdad y de belleza – si bien que frecuentemente subconsciente y por carencia – que gime y pugna desde hace mucho por expresarse.

El naturalismo positivista, la distorsión materialista del sentido de la vida, implícita o explícitamente atea; el desorden y vulgaridad que van penetrando casi todos los ambientes; los odios, violencias e injusticias – entre las cuales la matanza de los inocentes representada por el aborto no es la menor – acaban por saturar a muchos. Una inmensa sed de sublimidad, de maravilloso, de elevación y de grandeza va subiendo a tono en los espíritus. Una sed que, lo sepan o no quienes la experimentan, es en el fondo una apetencia incontenible de lo sobrenatural que les fue siendo cada vez más escamoteado o negado. En definitiva, se trata de una sed incontenible del Dios que los creó y para el cual nacieron y Cuyas huellas no consiguen ya encontrar en medio de la dolorosa y gradual confusión en la cual van anocheciendo zonas enteras de la civilización contemporánea.

Es aquí donde se puede dar un feliz encuentro entre las carencias, aflicciones y anhelos profundos del corazón de tantos hombres y mujeres de hoy, y el puente tendido por un carisma como el de los Heraldos del Evangelio.

Es claro que se trata de una via de solución entre otras, para enfrentar los desafíos de la secularización de la sociedad de nuestros días. Muchas son las moradas en la casa del Señor, la de los heraldos es ésta.

Del encuentro sacral con Cristo a la consecuente expansión misionera

En esta perspectiva ha de ser comprendido todo el dinamismo apostólico de los Heraldos, a comenzar por su acercamiento a la juventud de ambos sexos en los colegios con talleres de música, teatro, deportes y ceremonias y su posterior catequesis en centros especializados.

Igualmente, el servicio que buscan prestar a las parroquias en la animación de las Eucaristías, de las procesiones y manifestaciones de la piedad popular. Su apostolado de visitación a las familias de todas las clases sociales, en todas las naciones donde operan, con las Imagenes Peregrinas del Inmaculado Corazón de María, bien como a asilos de ancianos, hospitales, cárceles y centros de asistenc ia a indigentes. Pero también la difusión de los oratorios de la Virgen en los hogares que desembocan en la reanimación de la vida parroquial por doquier y la consiguiente promoción de la devoción de los primeros Sábados con un ceremonial que busca reencantar a los fieles, através de la belleza, y traer de vuelta a muchos de ellos a la práctica de los sacramentos y la frecuencia de la Eucaristía.

Eso explica del mismo modo el esfuerzo colocado en las masivas campañas de mala directa, que llegan conb el mensaje de esperanza hasta donde las visitas de los Heraldos no alcanzan y han llevado a rezar el Rosario a millones de creyentes y colocado otras tantas estampas de María en sus casas en tantos paises, operando conversiones, pacificando familias e introduciendo en ellas el atractivo estimulante de la sacralidad de un carisma que no nos fue dado para encerrarlo en las paredes de nuestras casas de estudio, formación y formación.

La misión itinerante para conducir a «Cristo por María»

En este empeño evangelizador para llevar el esplendor misericordioso de la Persona de Cristo a todos los rincones del mundo secularizado de hoy han nacido en los Heraldos vocaciones para un modelo de Misión Popular itinerante denominado «a Cristo por María». Tal misión se ha realizado, primordialmente, en las diócesis dónde la Asociación no posee casas de formación, teniendo como objetivo fundamental cooperar con los obispos y párrocos en las tareas de evangelización para estimular a aquellos hermanos que por diversos motivos se han alejado de la Iglesia y han dejado de participar de la comunidad parroquial para que vuelvan con entusiasmo a ella.

La llegada de los Misioneros Itinerantes a una diócesis es precedida por dos emisarios que combinan con el Ordinario del lugar y con los párrocos, la agenda de trabajo. Por lo general cada parroquia les consigue el hospedaje y las comidas, encargándose el párroco de avisar a los fieles de la realización de la misión al fin de cada Misa.

Como nadie da lo que no tiene, los Heraldos del Evangelio cultivan en su misión itinerante una profunda vida de piedad, sin la cual, la labor apostólica sería vana y estéril. Por eso, además de la Eucaristía diaria, dedican la primera parte de la mañana, al rezo del Rosario, Liturgia de las Horas y otras oraciones individuales o colectivas y los propios vehículos en que se trasladan son decorados y adecuados como auténticos oratorios ambulantes.

La labor evangelizadora se desarrolla durante toda la semana recorriendo, casa por casa, las diferentes áreas previamente establecidas del territorio correspondiente a una parroquia determinada. Todo ello, en una estrecha colaboración con las comunidades de base, agentes pastorales y en especial con los jóvenes de las mismas localidades, quienes ayudan en el desenvolvimiento de la misión. Se organizan así varios conjuntos de 2 o 3 personas, quienes hacen las visitas portando un oratorio peregrino del Inmaculado Corazón de María, con los símbolos propios de los Heraldos y un ceremonial adecuado para motivar y hacer oración con las familias e invitarles para la Misa dominical y en especial a la Misa de clausura donde estará presente la imagen peregrina.

Los Heraldos van enviados por el párroco y transmiten los saludos de éste y de la comunidad parroquial de modo a mostrar a los hogares, la cercanía de la Iglesia con ellos y sus necesidades espirituales e inclusive materiales. Junto con lo anterior, se realiza un censo de la familia, para saber lo que falta en materia de sacramentos y si el compromiso con su parroquia está lo suficientemente sólido al punto de invitar (caso las condiciones lo permitan) a cumplir el quinto mandamiento de la Iglesia; es decir, a colaborar con el 1% para el mantenimiento del culto.

Además de las casas de familia, se visitan hospitales, edificios, centros comerciales, cementerios, empresas, ferias, reparticiones públicas, cárceles, colegios, medios de comunicación social, condominios residenciales, villas, poblaciones de escasos recursos o de alto riesgo social, para rescatar a aquellos que están alejados de la práctica religiosa y de enfervorizar a todos los fieles católicos en una participación más intensa en la vida eclesial.

No se desaprovecha la oportunidad de invitar a los cristianos de otras denominaciones para meditar la palabra del Señor y de esa manera también atender los deseos de su Santidad el Papa en orden a trabajar por la unidad de los creyentes.

Las encuestas a las familias y un informe resumiendo el trabajo realizado se dejan con el párroco para su conocimiento y auxilio de su trabajo pastoral posterior

He aquí en someros trazos el desarrollo de este nuevo carisma nacido para servir a la Iglesia y al Papa, sustentado por la contemplación de los reflejos de Dios en el orden sacral del universo y el encuentro con la Persona adorable de Nuestro Señor Jesucristo a través de María.

3 respuestas to “Heraldos del Evangelio: Un carisma para mostrar el esplendor de la persona de Cristo a un mundo secularizado”

  1. Christiano Says:

    Por que..llegar a cristo por medio de maría?
    si no existen intermediarios entre Dios y el hombre? solo jesucristo?… esto lo estan empezando a decir los mismos sacerdotes… entonces cual es la funcion de La virgen Maria?…
    ser nuestra abogada?.. pero si en la biblia nos dicen que nuestro abogado el dia del juicio sera Jesucristo? … no entiendo esto… Heraldos del Evangelio?…evangelio? vamos leyendo mas la biblia señores!! yo participe en los heraldos del evangelio en chile y solo vi rituales y cosas para adorar a la Virgen…

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    • Antonio Says:

      ¿Has participado de los Heraldos en Chile?… pues ¡qué poco has entendido de los Heraldos… y del Evangelio!
      En primer lugar, no adoramos a la Virgen, sino que la veneramos, que es muy distinto.
      Cuanto a mediación universal de Nuestra Señora, no es invención nuestra sino doctrina católica segura, próxima a ser definida como dogma de fe. Está admirablemente bien expuesta en Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen de San Luis María Grignion de Montfort y en innumerables obras de santos y teólogos, y confirmada por la tradición multisecular de la Iglesia.
      De hecho la mediación de la Virgen no es necesaria en Dios, pues siendo Él omnipotente no necesita de la mediación de nadie. Sin embargo es algo querido y dispuesto por Él en su infinita sabiduría.
      Así, Él no necesitaba de nadie para encarnarse, pero lo quiso hacer por medio de la Virgen.
      Su primer milagro –el de las bodas de Caná– también lo quiso hacer gracias a la mediación de la Virgen, incluso adelantando el tiempo que el Padre había dispuesto para que Él empezara a hacer milagros.
      Y al pie de la Cruz estaba también María, que acompañó al Señor hasta su expiación y el sepulcro.
      Así, la obra de la Redención empezó por María; el primer milagro del Señor fue hecho por María y la culminación de la Redención –el sacrificio del Calvario– fue hecho en presencia de María.
      Pero en Dios no hay casualidad. En Él todo es perenne y definitivo. Si tal fue en papel de María en aquello fue la obra Magna, la obra por excelencia del Creador, es decir, la Encarnación y la Redención del género humano, es obvio que ese papel no se limitaría al paso de María por esta vida terrena, sino que se debería prolongar a lo largo de los siglos y por toda la eternidad.
      Y por eso y con justicia, María es llamada la hija predilecta del Padre Eterno, la Madre admirable de Dios Hijo y la Esposa fidelísima del Divino Espíritu Santo.
      ¿Sigues sin entender?… Pues te recomiendo que leas el «Tratado», obra que por cierto mucho influyó en la espiritualidad del Beato Juan Pablo II; le también las obras de San Bernardo, San Alfonso María de Ligorio, y de tantísimos otros santos y doctores que no se han cansado de alabar las glorias de María.

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  2. Rosario Says:

    Me parece acertado su artículo, por cuanto evalúa y contempla una realidad lamentablemente cierta, que demuestra ante todo la pérdida espiritual sobre la que se está sustentando el mundo. Antítesis de la posición de espíritu, que Cristo estableció y desea. El ser humano se substancia en el Espíritu, y se agrieta reseco, sin Él. La vida de los hombres discurre en muchos modos ajena a Dios, a Jesucristo, desprovista de la contemplación de Santa María, y de los Santos. Por lo cual se hace preciso recuperar «lo perdido». Antes, convendría hacer un análisis exhaustivo de «la pérdida» y sus razones o causas…, de los agentes que inciden en ello. Hoy el Señor está concediendo su Presencia y su Palabra, y valdría la pena considerarla, pues… ¿quién puede rescatarnos, sino Él? Lo que explico posee un lenguaje NUEVO, pero es Palabra de Dios. Ver: http://rosario-asuntosdejesucristo.blogspot.com

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